Obra maestra

Obra maestra


El despertar de la criada, Enrique Sìvori.


No sé si habrás notado que el cuadro y la candela
están en misma línea, en áurico rectángulo
de regla y de milímetro.
No sé si habrás notado las luces y las sombras,
disposición perfecta
iluminando zonas
(la vela por izquierda, clarísimo el detalle).
Los pechos de madura mujer del antesiglo,
los pliegues de las sábanas,
el cruce de las piernas.
Sin embargo, no es eso,
No es eso, amigo mío,
que convierte en maestra
esta obra, este cuarto.
Es la voz de la tierra,
el aroma de hembra morena e imperfecta
y el rostro acongojado que la dibuja fémina.
Nos conmueve el abdomen claroscuro y difuso,
las venas remarcadas, la chinela en el piso,
el aire de paisana, el despojado ambiente
de una niña que reina en soledad y reposo,
tranquila, despeinada,
feliz en su ignorancia
sumisa y bien probable
de futura matrona anciana y desdentada.

Koalas

Koalas

Las tres Gracias, de Rafael Sanzio de Urbino.


Vestidas sin vestido,
perfumadas sin boda,
ilícitas al hombre
de los sueños prohibidos.

Fugaces como cúmulos
de blancos nacarados
que perforan la lengua y los percheros
devoran
con tules que no existen,
inocentes gacelas.

La caja de Pandora
aprieta entre sus alas un lucero.
No hay duelo
ni vapores ni brumas ¡ay!:
El día de mañana es nuestro día.

La mano que se posa en otros hombros
inflama los tizones y acoraza.
La cruz cuece las nalgas,
el pubis perspectivo,
dos ombligos fulgentes
y la sombra de escarcha.

Vanidad en los huesos
con tibios pies descalzos
de paisaje insurgente
y una duda cercana con aroma a eucalipto...
Un temor diletante
maldice sus pupilas,
estrecha sus koalas,
empequeñece el cielo,
las desata, delata
y agiganta.

El ombligo de la tarántula

El ombligo de la tarántula


Nude Sitting in an Armchair de 1926.
Henri Matisse

“En su zócalo escribiría injurias
Y el nombre de mi peor enemigo.”
Robert Desnos.

Con pómulos sudantes,
con pechos alcalinos,
la viuda del amor
esparce sus contornos al amante.
Discípula de Desnos
ante Eros,
hija astral de la tiniebla perfumada,
su cuerpo redundante
de mujer tarántula
aguarda en las estrellas su equinoccio.
(knocking on heaven’s door)
preñando luces su ombligo cimbalista
y en sus piernas maduras
los años que aún quedan por gozar
se espantan.
La picadura de la araña
del veneno melancólico
que solo evanescerse puede
al esfuerzo agitado
de una prosopopeya imaginaria,
accidentalmente,
la prejuzga, la empeña y la oriflama.

Teratología del poema

Teratología del poema
A René Magritte. “Descubierta”, 1927


Pongo esmero en buscar
la palabra ideal,
bálsamo o teofanía,
para cerrar un poema trashumante.
Intento por ahí:
“avispero”, “vesanias” o “zozobra”.
Todos queremos descubrir una:
la última palabra que nos nombre,
como encuentran los pintores
una imagen de mujer pantera.
Sabemos que morirá con el idioma,
y no obstante,
ansiamos salir victoriosos
de la batalla inútil,
e instamos vanamente su conquista.

Veces hay, en que tropezamos
con otro poeta anterior
que usó una misma palabra
como “una flecha”,
para su final apoteósico.
Sentimos entonces,
el oprobio de la ofensa,
una mutilación.

Semejante orfandad de filigranas
nos bautiza con prístino desdoro.
Le da una cachetada a la soberbia,
a ese autócrata pontífice del verso
que creímos ser
y nos regodeaba en falsas latitudes.

Pudo haberlo dicho, Jaroslav, el Sabio:
La creación es fruto comestible
que parte de semilla en arados campos,
y se vuelve semilla
que el viento
en exordios tempestuosos
desbarranca.

Un cierre repetido
es una contienda con su génesis.
Créeme, lector:
La última palabra es el poema,
y el poema requiere una teratología
de caza de brujas.

Amantes

Amantes

(el mismo amor, la misma lluvia...)

Se demoró en la orilla de su amante
al ritmo de los alerces
mecidos por el vendaval interno
de un vino dulce.
Intensamente la enfundó en su pecho.
La cubrió de un rumor sin comentarios,
acariciando el aura con sus yemas,
el cielo entre las manos.
La plegaria
inscripta en una piel,
fue su refugio,
satisfecha y saciada su vehemencia
bromeó,
juzgó a las olas,
se deshizo en diagonal al sol,
entre las sábanas;
su voz era el templete del consuelo.
Fue en el día anterior a que olvidara
el nombre de la flor de la lujuria.

©Lucía Folino

Un café en la tertulia de Lucía Folino

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