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El bronce y el barro

El bronce y el barro


Me excita tu sudor de media tarde
y las uñas mugrosas del trabajo,
tu estructura
apolínea en los tablones
para subirte a techos y escaleras
y verte, amor,
trepar por las cornisas.
Me estremece la piel
tu mansedumbre de aceptar
tamañas cosas evitables
y no darle un trompazo al empresario
que firma tu despido
con desprecio,
por razones que nunca te involucran.
En el fondo, te asiste una certeza:
que él era
un pobre hombre descartable;
que podrás, en rigor, recuperarte
de otra ingrata caída del torreón
y volver a trabajar
por tu familia,
por vos,
porque es la vida,
y no hay tutía,
y aunque nadie te pida que lo hagas,
como si fueses juez, parte y testigo
y el amor se tratase de encomiendas
de soles
que no alumbran a los huérfanos.

Me gusta porque sos un caballero
que no sabe leer en mis poemas
ni le encuentra sentido
a las gestiones esparcidas,
con arte y con esmero,
en la página abierta de tu boca.
Me atrae que me devuelvas a este sitio
de cena en la cocina y sobremesa,
de ávidas miradas lujuriosas,
que no pierden el tiempo en la escritura
y se posan lascivas en los cuerpos.
Y cuando penetras en mí,
y se esfuma al calor
un cielo abstracto
con nombres de pintores,
de poetas,
y músicos de un clan que se ha extinguido,
te amo y vuelvo a amarte,
aún... todavía.

El Arzobispo pedirá que no pequemos
Y no le haremos caso,
nos escaparemos
a fornicar entre los plátanos
de un barrio que esté aislado de los centros,
con aroma a laurel y a mandarinas.
Sin perjuicio de lo dicho,
mi querido,
permite que te cuente
que entre las dos creaciones,
hijas del Sublime,
la tuya es la vital,
la verdadera,
la que deja azur rastro en las estirpes.
¿La mía?
La mía viaja en una calavera
sin dientes,
por mucho que se implanten
en clínicas lujosas del suburbio,
y tenga la piel suave por las cremas
y el brillo del champú
entre los cabellos.

Y adoro, que después del coito intrépido
me expliques los detalles del estúpido
programa de ficciones
que viste por la noche,
cierto martes,
e imagino que Homero
se retuerce en su cripta
con épicas metáforas;
y te contente tan trivial escena
después de construir tus catedrales.
Y cuando no estás cerca
el mundo se derrite
y te echo de menos en las bibliotecas.

Necesito tenerte y ser tu enclave,
tu dueña y tu operaria,
tu puta, tu mujer, tu enterradora.
Necesito empacharme de caricias
que la frialdad del bronce escamotea.

©Lucía Folino

Un café en la tertulia de Lucía Folino

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